El misterio de Quillén
Caía la tarde en Quillén, y el viejo destacamento de gendarmería parecía una postal, casi ajena a las huellas del tiempo. Enmarcado por la majestuosidad de los andes patagónicos.
Un crudo verano azotaba la región, haciendo padecer con altas temperaturas a sus desacostumbrados habitantes. Mientras, los seis hombres de la patrulla de este mes, apuraban sus tareas antes que el sol se durmiera tras la montaña.
Si bien esta base solo estaba a unos ochenta kilómetros de la ciudad más cercana, casi una hora y media de dificultosos camino, parecía olvidada por el mundo. Porque a pesar de la exótica belleza del lugar y el lago no muy distante, era raro ver algún turista.
La noche al fin cubrió todo con su manto y frente a la polvorienta explanada que rodeaba la cara Este del recinto, se podía observar una solitaria silueta bajo la luz de la luna. Se trataba del Cabo Rodríguez; un hombre excéntrico, demasiado misterioso y silencioso, según sus compañeros. En noches como esta él gustaba de tocar una dulce y vieja melodía en su inseparable armónica.
Según sus propios dichos, esto ayudaba a superar la melancolía que sentía por su lejana Formosa.
En tanto, dentro del destacamento, el resto del contingente terminaba de cenar y se entregaban a una amena charla de sobre mesa. El tema de hoy y el de varios días durante esta primera semana, era el de los perturbadores ruidos que por las noches se escuchaban dentro de las instalaciones. El golpeteo de la antigua maquina de escribir en la oficina del oficial, por ejemplo, o el rechinar de la puerta que da al depósito, que aunque fuera cerrada con llave, siempre amanecía abierta, y otros que al parecer ya formaban parte del folklore del lugar.
El Principal Guzmán, el más veterano conocedor del recinto; contaba que el golpeteo de la maquina y el rechinar de la singular puerta del depósito, no debían ser motivo de preocupación; decía que lo mejor era ignorarlos y que luego de pasada esta primera semana ya nadie le daría importancia.
La sobremesa se extendió por largas horas y cada uno de los gendarmes, inspirados tal vez por el clima de la charla, fueron contando también extraños episodios sucedidos en lejanos lugares de la frontera.
Todos participaron de la charla, excepto Rodríguez, quien fiel a su ostracismo prefirió salir a la luz de la luna, para tocar su armónica en la soledad de la noche.
Al día siguiente, el sol empezó a bañar las paredes el recinto desde horas muy tempranas, pero antes de que el primer rayo asomara plenamente, ya había actividad en las caballerizas.
El Sargento Cortés y el Doctor Flores, un joven médico comisionado a Quillén, ya habían ensillado un par de caballos e iban de salida hacia una reserva mapuche no muy distante de allí.
Eran aproximadamente las tres y media de la tarde y los hombres que quedaron en el destacamento, aprovecharon el momento para retozar en el fresco espacio que les proporcionaba la sala de entrada; escapando del castigador sol de la tarde.
De pronto, salido quien sabe de donde, un hombre de fina estampa apareció de súbito en la puerta. Vestía un traje negro impecable y relucientes zapatos acharolados, que resplandecían como espejos.
Su llegada tomó a todos por sorpresa. Ya que nadie escuchó ruido alguno, ni de caballos, ni de vehículos o algo que anunciara la llegada del mismo Ante la mirada atónita de los cuatro gendarmes, el extraño visitante entró a la pequeña sala y mirando a Rodríguez, preguntó muy amablemente en dirección quedaba la cuidad.
Rodríguez, perplejo ante la rara situación, respondió apuntando con su dedo índice, diciéndole al visitante que si seguía hacia el Este por el único camino que llegaba hasta el destacamento; encontraría, a unos ochenta kilómetros, la cuidad de Aluminé.
La extraña visita, que más parecía un oficinista de la capital, que un explorador perdido, salió de allí tan raudamente como entró. Pero, no sin antes dar gracias y dejarle a Rodríguez un inquietante: “Nos vemos”.
Apenas cruzó el umbral de la puerta los comentarios no se hicieron esperar. Pero fue el Principal Guzmán, quien acotó sobre el extraño hecho de que sus zapatos relucían de limpios, a pesar del abundante polvo que había en la zona; y que no obstante al calor infernal de la tarde, no se veía ni siquiera transpirado.
Solo un par de segundos pasaron hasta que Guzmán ordenó a Rodríguez llamar al singular visitante. El Cabo salió rápidamente, pero para su sorpresa afuera no había nadie. Absolutamente nadie, pese a que cruzar la explanada en cualquier dirección, toma por lo menos cinco minutos hasta desaparecer de la vista del destacamento.
El Principal y los otros, al notar la demora de Rodríguez, salieron a ver que sucedía; pero solo encontraron al Cabo en la mitad del llano, tratando de entender como había desaparecido aquel viajero.
Ninguno de los cuatro hombres tenía una lógica explicación para lo que acababa de suceder. Aunque de alguna forma muy dentro de cada uno, intuían algo que los ponía demasiado incómodos como para mencionarlo.
Nadie dijo ni una palabra, fue casi un pacto silencioso, ninguno de los cuatro volvió a tocar el tema.
Todo aquel increíble suceso quedó sumergido en un sepulcral silencio, hasta que dos horas más tarde, en el pasillo que iba desde la cocina al depósito; el Cabo Rodríguez se desplomó al piso con fuertes convulsiones. Apenas los demás se dieron cuenta de lo sucedido, corrieron a auxiliarlo. Las convulsiones eran muy violentas aunque cada vez más espaciadas.
Guzmán en ausencia del doctor Flores, ordenó inmediatamente su traslado, para lo cual llamaron por radio al hospital de Aluminé pidiendo una ambulancia. Mientras Rodríguez yacía en el piso asistido por el Principal y por sus desesperados compañeros; los ojos del Cabo se tornaron blancos y con un movimiento espasmódico comenzó a liberar por su boca un líquido viscoso color verde, el cual tenía un penetrante olor a azufre. Segundos después, cayó en un profundo estado de inconciencia.
Ya habían pasado casi cuarenta y cinco minutos desde que se solicitara al hospital que enviara un vehículo de traslado. Cuando arribó al lugar, una vieja ambulancia color blanco, con una descolorida cruz roja a sus lados. Rápidamente se bajaron dos paramédicos preguntando por la condición del paciente, de inmediato cargaron a Rodríguez en la camilla y salieron de allí a toda prisa.
Guzmán y los demás respiraron profundamente al ver alejarse la ambulancia, quizás un poco angustiados, pero con la confianza de que su amigo y compañero ya estaba en buenas manos. El viejo vehiculo desapareció de vista y todos se miraron en silencio; nadie quería admitirlo, pero internamente asociaban este hecho a la perturbadora visita de aquel extraño.
Eran ya, más de las siete de la tarde y los tres consternados hombres estaban dentro del destacamento, ahogando al silencio con humo de cigarrillos, esperando el regreso del Sargento Cortés y del Doctor Flores. De pronto escucharon el motor de un vehiculo y una brusca frenada. Salieron de prisa, casi obstruyéndose en la puerta, pero lo que vieron estaba fuera de entendimiento para ellos. Se trataba de otra ambulancia, esta era color verde olivo, estaba estacionada casi enfrente de la entrada; mientras dos apurados paramédicos sacaban la camilla y un maletín.
Al ver esto Guzmán y los dos gendarmes palidecieron, más aun cuando el médico preguntó por la condición del Cabo Rodríguez.
El confundido y espantado Principal, casi tartamudeando les explicó que una ambulancia blanca se lo había llevado hacía no mas de una hora. Los paramédicos, mirándose con sorpresa, respondieron que la única ambulancia de la zona era en la que ellos habían venido; además, había un solo camino a Quillén y ellos no habían visto a nadie en todo el recorrido.
El tiempo pasó y muchas investigaciones se abrieron sin éxito, jamás se pudo dar con el paradero el Cabo Rodríguez, ni se supo de dónde salió aquella misteriosa ambulancia.
El Principal Guzmán y sus hombres, fueron reasignados a distintas partes del país; tal vez en un intento por ocultar toda la historia.
Lo cierto es que otros contingentes ocuparon el destacamento de Quillén. Y hay algunos que cuentan que por las noches, todavía se escucha el golpeteo de aquella antigua maquina de escribir y que la puerta del depósito continua chirriando de tanto en tanto. Pero existen otros, quienes aseguran, que en las noches de luna clara; casi confundida por el silbido del viento en las hierbas secas, puede oírse la melancólica y dulce melodía de una armónica.